Que las mujeres suelen quedar relegadas a un segundo plano en los procesos de desarrollo no es ninguna novedad, ya que la estructura patriarcal del Estado y las dinámicas del sistema productivo tienden casi de oficio a ignorar sus necesidades. Ni siquiera en países como Bolivia, donde el Gobierno de Evo Morales lleva años abanderando iniciativas rompedoras en la materia —hasta ocupar nada menos que el segundo puesto en la lista de la ONU sobre equidad de género en política— se ha logrado evitar que la pobreza y la precariedad laboral afecten con especial crudeza a la mujer trabajadora.

Cuando hace algo más de un año tuve la ocasión de participar en La Paz en un grupo con representantes de las trabajadoras en sectores informales como el aseo público, el servicio doméstico, la minería o la recolección de la castaña, ocurrió lo que nunca antes había visto en esta clase de reuniones: algunas de las participantes rompieron a llorar. Y no era para menos. Sus relatos de vida parecían escritos por un Dickens del altiplano: con sueldos irrisorios y jornadas inhumanas, sistemáticamente explotadas y oprimidas por los oprimidos, ni siquiera podían ejercer abiertamente su derecho de asociación por temor a las represalias de sus empleadores, que en muchos casos y en términos prácticos las tenían sometidas a un régimen de esclavitud.

De todas las adversidades que afrontaban había una que, como mujeres, acusaban con especial intensidad: la falta de acceso al sistema sanitario. Con un modelo de Cajas de Salud que limita la atención gratuita a una parte reducida de la población, las personas que carecen de un trabajo regulado por la ley —y aquí hay que decir que Bolivia ocupa el primer puesto de otro ranking mundial, esta vez el del FMI sobre economía informal— se ven obligadas a pagar los servicios recibidos en los hospitales públicos y ni se plantean siquiera la posibilidad de acudir a una clínica privada. De modo que en Bolivia enfermar o tener un embarazo complicado te puede costar la ruina,

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