No es novedad que estamos viviendo una pandemia vírica sin precedentes. El SARS-CoV-2, causante de la enfermedad COVID-19, infecta a cientos de miles de personas. Ha llevado a una situación límite a los hospitales de medio mundo y ocasionado un terremoto económico de una magnitud aún imposible de calcular. Hace tan solo unos meses, el coronavirus SARS-CoV-2 no existía. Al menos, no como causante de una patología en humanos.

Hasta hace no tanto tiempo, el virus infectaba animales. Ha pasado de ellos al ser humano de una manera que aún no está clara, pero que sin duda tiene que ver con los –para nosotros, exóticos– mercados de animales salvajes chinos. Allí se hacinan especies diversas a la espera de ser vendidas como alimentos. Algo similar ocurre con el Ébola, que se transmite ocasionalmente al hombre a través de la carne de mono que se consume en algunas regiones de África.

De animal a humano, y de ahí a conquistar el mundo. ¿Cómo es posible? ¿Cómo puede algo tan pequeño, de lo que ni siquiera habíamos oído hablar, infectarnos de repente con tanta facilidad y multiplicarse exponencialmente como si estuviera diseñado para ello? La respuesta a esta pregunta no está en las teorías de conspiración, que sostienen que el agente causante de la COVID-19 es una arma biológica, sino en algo mucho más potente que cualquier ejército o grupo terrorista.

Existen millones de seres vivos que se reproducen, mutan e intercambian genes. La biosfera es increíblemente diversa, y también muy promiscua. Muchos de los millones de variantes de virus que infectan a los animales acaban entrando en contacto con los seres humanos, pero no son capaces de infectarnos o lo hacen muy débilmente.

Por azar, algunas de estas variantes sí infectan humanos, provocan enfermedades y se transmiten entre la población de manera limitada, y aquí acaba todo.

Cuando, una vez más por azar,

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