Un mar de techos de hojalata repele los escasos rayos del sol que escapan de las nubes de una tarde de invierno en Khayelitsha, a unos 35 kilómetros de Ciudad del Cabo. Hay trajín de coches. Los cocineros de los puestos ambulantes de comida apuran sus salchichas al fuego. Y los chavales juegan en las calles. Nada especial si no fuera porque todos ellos están en uno de los barrios más pobres (townships) y conflictivos de Sudáfrica. El censo de población del 2011 daba a Khayelitsha, vestigio de la antigua política de segregación racial, 400.000 habitantes y unas 120.000 infraviviendas, aunque lo cierto es que actualmente podrían ser muchos más. La ONG Baphumelele afirma que allí viven alrededor de un millón de personas, la mayoría sin acceso a sanidad, tendidos eléctricos o agua potable.

Los problemas endémicos de Sudáfrica (el país con mayor índice de desigualdad del mundo, con todo lo que ello implica, según el Banco Mundial) se acentúan todavía más en barrios como este. Khayelitsha registró 192 asesinatos en 2018 (algo más de uno cada dos días) y otros 181 intentos no consumados; también 186 agresiones sexuales, de las que 156 acabaron en violación, y 551 asaltos con “pretensión de causar daños serios a la víctima”, entre otros muchos delitos de gravedad. El sida y la completa falta de oportunidades hacen estragos entre la población. La tasa de desempleo en este barrio oscila entre el 30% y el 40% y la prevalencia de VIH es la más alta de toda la provincia de Western Cape, la más rica de Sudáfrica, según un documento de la Asociación Internacional de Epidemiología. Por poner un ejemplo de tamaña dimensión, el 34,3% de las mujeres embarazadas eran seropositivas en el 2012.

Para Mickey Winniefred Linda, una mujer de 64 años, la delincuencia, la pobreza y la desigualdad no han sido términos ajenos en su vida. Trabajadora doméstica, pasó un tiempo en Transkei, al este de Ciudad del Cabo,

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