Un cisne negro se pasea por Asia y su impacto global debe aún determinarse. El coronavirus de Wuhan es un ejemplo de manual de acontecimiento inesperado que afecta a la salud y la economía. El consumo de proteínas en los países emergentes se ha disparado a medida que su economía y nivel de vida han crecido. La interacción entre virus animales y enfermedades humanas también. Un riesgo conocido, pero desgraciadamente cada vez más frecuente. Puede que se frene, pero también hay un riesgo de que se convierta en una pandemia mundial. La experiencia anterior más similar fue la del virus Sars en 2002-2003. Desde entonces han mejorado los mecanismos de prevención y la reacción ante alertas sanitarias en todo Asia. En países como Corea del Sur, he podido apreciar personalmente hace unos días que, a pesar de que la incidencia es casi nula, los mensajes públicos en redes y medidas sanitarias son considerables.

Lo que ahora se maneja es una importante incertidumbre que ya tiene un impacto económico negativo significativo. Hasta la fecha, las consecuencias de este tipo de eventos no se han extendido más allá de unos meses. No es un gran alivio, en todo caso, porque si el coronavirus se convierte en una pandemia, los efectos pueden ser graves en un momento de cierto decaimiento. La resistencia de una economía global débil en 2020 pasa por la evolución de la economía china y el coronavirus no ayuda. Los primeros reflejos ya se aprecian. Han llegado por el precio del crudo. La caída de la demanda -entre otras cuestiones por menor actividad industrial y tráfico terrestre y aéreo en China- redujo el precio del barril Brent en un 6% sólo en la semana pasada.

Los índices de valor y volatilidad bursátiles aún no han reaccionado a estos temores de forma apreciable. Pero en los foros de análisis de mercado el riesgo de contagio está en todas las bocas. Si éste y otros peligros geopolíticos -como las tensiones con Irán- no se reflejan más en los mercados es porque estos están más pendientes de los bancos centrales.

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