Hagamos un poco de historia. El origen de las pensiones y los sistemas públicos de jubilación tal y como hoy los conocemos se remontan a los años 80 y 90 del siglo XIX, y son obra del Canciller Otto von Bismark. La primera edad de jubilación se fijó curiosamente en los 70 años, y unos pocos años después, ya fallecido Bismark, se redujo a los 65. Esas edades de jubilación venían a exceder con bastante holgura la esperanza de vida en Alemania.

En España, las primeras leyes que establecieron un retiro y una pensión de jubilación datan de 1919, y ya entonces se estableció como edad de jubilación los 65 años. De nuevo, una edad mayor que la esperanza de vida de los españoles de esa época.

Desde entonces, la inmensa mayoría de los sistemas de jubilación y pensiones en el mundo fijan la edad de jubilación oficial en los 65 años. Algo que no ha variado desde entonces, a pesar de que la esperanza y la calidad de vida en edades maduras ha mejorado sensiblemente. Hoy en España la esperanza de vida está en torno a los 83 años.

Pensemos, además, en la tipología y condiciones del trabajo a finales del siglo XIX o a principios del XX, comparados con la mayoría de los empleos en la actualidad. Es más, hoy los empleos que se realizan en condiciones más exigentes y penosas cuentan con regímenes de jubilación más temprana y más acorde con la longitud de la vida laboral.

Desde este punto de partida la reflexión es evidente: ¿por qué las condiciones de jubilación no se han variado de manera paralela al aumento de la longevidad y de la calidad de vida laboral? No he encontrado respuesta alguna. Cabe pensar que la razón es la extensión de un estado del bienestar cada vez más generoso, que ha apostado por proporcionar a los ciudadanos una etapa vital de disfrute más allá de la vida laboral, en la medida en que se genera riqueza para sostenerlo.

Además de los retos que esto plantea para el sostenimiento del sistema sanitario y las pensiones,

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