Durante años, Luxemburgo ha sido conocido como el alcantarillado por el que se perdían millonarios ingresos fiscales de multinacionales. El sumidero está lejos de haberse cerrado, pero el desembarco del liberal Xavier Bettel en 2013, primer ministro con el apoyo de socialistas y ecologistas, ha traído una nueva narrativa al país, un próspero Estado de 600.000 habitantes —poco más que la ciudad de Málaga— con una superficie inferior a la provincia de Álava, encajado entre Bélgica, Francia y Alemania.

Si durante el primer mandato de Bettel se aprobó el matrimonio homosexual o se redujeron drásticamente las subvenciones a las comunidades religiosas, el menú legislativo para el segundo no ha decaído: El Gobierno se ha comprometido a despenalizar la producción y legalizar el consumo de cannabis para uso recreativo, dejar de cobrar por el uso de todos los transportes públicos incluyendo tren, autobús y tranvía, y subir el salario mínimo 100 euros hasta los 2.100 euros —el más alto de la UE—. Como guinda, autorizará dos días más de vacaciones al año. “Con los 100 euros compraremos cannabis para fumar en los dos días de vacaciones”, fantaseaba un usuario en redes sociales.

La ambiciosa agenda social puede sorprender en un país tradicionalmente católico donde tanto el aborto como la eutanasia también son legales. La Iglesia es pragmática y centra su labor en la defensa de los derechos de los refugiados por encima de batallas éticas. La oposición a las reformas ha sido prácticamente inexistente. Basta decir que la ley de matrimonio homosexual empezó a tramitarse con el Gobierno de centro derecha de Jean-Claude Juncker.

El propio primer ministro, Xavier Bettel, de 45 años, no tardó en hacer uso de ella: se casó con su marido, el arquitecto belga Gauthier Destenay, dos años después de que entrara en vigor. Junto al irlandés Leo Varadkar es el único jefe de Gobierno homosexual de la UE. “Somos muy Benelux en el ámbito moral”, afirma Diego Velázquez, periodista del Luxemburger Wort.

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