Los últimos años han visto un claro incremento en la concienciación sobre las enfermedades mentales, especialmente entre las generaciones más jóvenes, lo que ha implicado importantes aumentos en la demanda de los servicios psicológicos y psiquiátricos, y en consecuencia un mayor número de diagnósticos y prescripciones de psicofármacos.

Concretamente, según datos del Ministerio de sanidad, entre 2008 y 2020 el consumo de benzodiacepinas (la ‘familia’ que agrupa los ansiolíticos comúnmente empleados hoy en día) ha aumentado un 57%. Sobre el total de la población, consume este tipo de fármacos (siguiendo una prescripción o no) un 10% de las personas.

Estas cifras pueden ser chocantes cuando reparamos en el hecho de que, al tratarse de psicofármacos, tienen un efecto directo en todo el funcionamiento de lo que llamamos ‘mente’, lo que incluye las emociones, la percepción y el pensamiento. Para quien no tenga la experiencia, puede ser difícil entender o imaginar la naturaleza de esta distorsión, que se superpone a la que ya puede estar provocando un problema de salud mental cuando el consumo forma parte de un tratamiento.

«Podía seguir con mi vida»

«La primera vez que me recetaron ansiolíticos», cuenta a 20Minutos Claudia, una joven estudiante de 21 años de Madrid, «creo que tenía 16 años». Su caso es típico: la mayoría de quienes consumen este tipo de fármaco lo hacen,

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