El sábado fue un día muy duro para Vicente Esplugues. Él, que ha trabajado de misionero en las selvas de Venezuela o en medio de la hambruna de los poblados de Camerún, y que ha dado la extremaunción a chiquillos que han muerto sujetándole la mano, vivió el sábado a las once de la mañana uno de esos momentos en los que hasta a un cura grande (mide 1,90), duro y metalero como él, se le empañan los ojos. Vicente (Valencia, 49 años), conocido por sus tatuajes, su zarcillo en la oreja y su extensa cultura rockera de la que ha dado cumplida cuenta durante cinco años en RNE (‘La sotana metálica’), es uno de los cinco sacerdotes que desde el pasado jueves se turnan para rezar un responso diario en la pista del Palacio de Hielo, la improvisada morgue de la capital, donde reposan, en féretros idénticos, los cuerpos de los fallecidos por coronavirus en Madrid a la espera de una incineración que tarda demasiado en llegar.

A Vicente, vicario de una parroquia cercana, la de Nuestra Señora de las Américas, le tocó hacerlo hace tres días y este viernes repetirá lo que ha sido una experiencia dura, «pero también muy reconfortante», y por la que da gracias a Dios «por haberla podido vivir tan de cerca». A él, que ha tenido que lidiar con situaciones muy dramáticas a lo largo de sus casi 25 años de sacerdocio, se le saltaron las lágrimas cuando, con su mascarilla, sus guantes de nitrilo y su estola morada al cuello, entró en esa pista de muerte y levantó la mirada hacia el dolor más silencioso. En ese ambiente gélido –la temperatura rondaba los cinco grados bajo cero–, Esplugues quedó sobrecogido por el horizonte de féretros alineados sobre el manto blanco del hielo, sesenta o setenta ataúdes con los cuerpos de hombres y mujeres que hasta hace muy poco gozaron de una vida plena.

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