La crisis de la COVID-19 ha causado disrupciones en las cadenas alimentarias de todo el mundo, afectando tanto al suministro como a la demanda. Según ha reconocido la FAO, si la pandemia se prolonga se producirán mayores interrupciones en el suministro de alimentos a lo largo de los meses de abril y mayo.

A diferencia de lo ocurrido en otras situaciones de crisis, no se trata de un problema de escasez en la producción. Los desajustes en la cadena alimentaria se están produciendo como resultado de la combinación de tres tipos de acaparamiento y de las restricciones impuestas por el confinamiento.

Los tres tipos de acaparamiento

El primer tipo de acaparamiento ha sido protagonizado por la ciudadanía. Las compras compulsivas motivadas por el pánico colectivo nos hicieron ver imágenes de pasillos vacíos y falta de ciertos alimentos en los supermercados.

La segunda modalidad de acaparamiento ha pasado más desapercibida. Las grandes cadenas de supermercados han especulado con productos básicos como las hortalizas, haciendo subir los precios en los mercados de abasto en detrimento del pequeño y mediano comercio y perjudicando al conjunto de la sociedad.

El diario El Salto ha desvelado cómo, en previsión ante la posible declaración del estado de alarma y las consiguientes medidas de confinamiento, las grandes superficies empezaron a almacenar en cámaras grandes cantidades de verduras. Obligaron así al pequeño comercio, desprovisto de capacidad de almacenamiento, a comprar y vender a un precio mayor. Como resultado, en Mercamadrid –el mercado de abastos más grande de España– el precio de una hortaliza como el calabacín se ha incrementado en un 273 % desde la declaración del estado de alarma.

En tercer lugar, el acaparamiento alimentario está siendo alentado desde instancias gubernamentales. Algunos países están frenando sus exportaciones para proteger la cadena alimentaria nacional ante el temor por un posible desabastecimiento. Kazajistán ha restringido la exportación de harina de trigo,

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