En casa de Amparo y Victoriano, productores de papas andinas en las alturas extremas de Kishki, en la sierra central peruana, se crían ovejas, gallinas, patos, pavos, algún cerdo que otro y el omnipresente cuy. Matan un cerdo al año para consumo propio y un cuy para la fiesta principal, que suele ser la del cumpleaños de Amparo, y el resto se vende; entre animales y papas pagaron los estudios de cinco hijos. Sus comidas son monolíticas: papa con caldo en el desayuno, papa con salsa para el almuerzo y mazamorra de papas en la noche, con azúcar y leche de sus animales. También algo de queso para la uchucuta. La historia se repite casi paso por paso en el caserío de Victoria, productora de papas y tubérculos andinos en Condorccocha, en el distrito ayacuchano de Chiara, o virando hacia el maíz en las cocinas de Magdaluz, Victoria, Cristina y las otras mujeres que forman una pequeña cooperativa dedicada al cultivo de choclo en Pampas, Huancavelica: el maíz es el elemento básico de todas las comidas. Así fue hasta ayer mismo en el universo de la agricultura de subsistencia: cultivabas y criabas animales para comer, tejer o trocar.

A mitad de mi última escalada hacia la casa de Victoriano me señaló la figura de su padre, que acechaba un venado en una ladera vecina. Andaba cerca de los 80 y todavía podía bajar el monte con un venado en la espalda. Cuando le pregunto por la expectativa de vida en esta parte de la sierra responde que ha bajado, ya no es normal que pasen de 85 años. La generación de su padre vive rodeando los 100. Culpa de la diferencia al cambio de dieta: ahora venden las papas para comprar fideos, arroz y conservas de atún, o para comer pollos y chanchos alimentados con no se sabe qué cuando bajan a Huancayo. Pasaron de la agricultura de supervivencia, completamente natural, a la dieta de los cereales manipulados, los pesticidas, los tratamientos químicos al campo y las proteínas animales deudoras de todo lo anterior. Aparecieron enfermedades que antes no sufrían.

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