Al igual que ocurre con otras emociones, como el miedo, o con la ansiedad y el estrés, la ira suele identificarse como algo negativo, destructivo y que nos perjudicará a la fuerza, tanto a nosotros a los que nos rodean. Sin embargo, la evolución no nos dotó de la capacidad de enfadarnos enérgicamente por casualidad, sino porque tiene, en su justa medida, un beneficio para nuestra supervivencia. El problema surge cuando sentimos ira en más momentos de los necesarios y, especialmente, cuando somos incapaces de controlarla.

El enfado y la ira, que es un enfado más explosivo y potente, se producen cuando ha ocurrido algo externo que no es como queremos, nos molesta… Antiguamente, nuestro cerebro interpretaba esto como una amenaza y nos preparaba para la lucha: nuestro rostro cambia y se vuelve más ‘fiero’ para asustar al adversario, el sistema nervioso simpático se activa, aumenta el ritmo cardiaco, se acelera la respiración… Por otro lado, el cerebro se centra en sobrevivir, defenderse, y nos volvemos más impulsivos e irracionales. Nos preparamos ahora actuar rápido, sin pensar. Esto ayudó a nuestros ancestros a sobrevivir en muchas situaciones peligrosas y amenazantes, y, por este motivo, la ira no es mala en sí misma. El problema se produce cuando, hoy en día, situaciones que no son una amenaza real provocan en nuestro cerebro las mismas reacciones que si lo fueran y nos vuelven,

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