«Dos Big Mac, dos Filet-O-Fish (hamburguesas de pescado) y un batido de chocolate». El menú no es una fantasía de los amantes de la comida rápida, sino de una realidad en la mesa del comensal Donald Trump, según escribe el exjefe de campaña del presidente en las pasadas elecciones de EE UU, Corey Lewandowski, en su libro Let Trump be Trump. El superventas sostiene con sorna que «el presidente tiene cuatro grupos principales de alimentos: McDonald’s, Kentucky Fried Chicken, pizza y cola light«, pero el asunto de la alimentación del mandatario no es motivo de broma en Estados Unidos. Sus preferencias preocupan por sus consecuencias para la salud: el aumento del riesgo cardiovascular y de padecer diabetes tipo 2, así como la mayor probabilidad de tener problemas respiratorios, digestivos, metabólicos y articulares, entre otras cosas. En EE UU, la pasión por McDonald’s no es un problema de Trump… lo es para todo el país.
Por esa razón, contra la incertidumbre que presenta la perspectiva de tener un líder enfermo, el sistema estadounidense aporta a los votantes del país un antídoto en forma de datos. Los conciudadanos de Trump saben que, con un índice de masa corporal de 30,4, su presidente está oficialmente obeso, conocen el ritmo del corazón presidencial, de 70 pulsaciones por minuto, son conscientes de que su presión arterial es de 118/80, de que tiene el colesterol LDL -el malo- un poco alto, pero no por las nubes, y de que su visión es buena para su edad.
«En nuestro sistema político, el presidente tiene tanta autoridad que cualquier factor que afecte a su toma de decisiones es motivo de preocupación general», explica el profesor de ciencias políticas y relaciones internacionales de la Universidad de Mary Washington, en Virginia, y autor de varios libros sobre presidencia, medios de comunicación y opinión pública Stephen J. Farnsworth. La Constitución de EE UU le otorga un poder mucho mayor que el de sus homólogos de otras democracias modernas: es el jefe de las fuerzas armadas del mayor ejército del mundo,