Quién no ha desvariado alguna vez acerca de su propia muerte… Pero cuando uno se encuentra sano, según Michael Robinson, fiel a esas metáforas tan suyas, “lo haces como quien juega al póker con cacahuetes”. En cambio, cuando entras a una consulta y el médico te dice esas palabras que nadie quiere escuchar, la siguiente mano de cartas te la reparten en serio. “Pasas de la teoría a la cruda práctica”, asegura el comentarista deportivo. Le ocurrió este otoño. Primero le diagnosticaron un mieloma sin cura aparente y lo encajó mal. Una segunda opinión le ha devuelto la esperanza: “Me siento como una flor. No me planteo morir de esta”.
Viajó del infierno al cielo en dos horas. “Me salió un bulto en la axila que en pocos días se me puso como un limón. Me hicieron una biopsia con mi seguro privado y el diagnóstico fue el peor posible. No tenía cura”. De lo malo malo, podría lograr convivir con ello. Pero con la condición de que tomara un medicamento —sin cobertura en su póliza —que le iba a costar 14.000 euros al mes.
A Robinson le entró una especie de histerismo auto sarcástico. Se aplicó una cruda terapia psicológica a base de humor negro como cruento mecanismo de defensa. “Mi mejor amigo, Paco, se había muerto en agosto. Era mi compañero en el campo de golf. Yo le decía a mi mujer: esto es cosa suya, que no tiene con quien jugar”. Pero ahí estaba una vez más Chris, su esposa desde hace 40 años ya, con su catálogo de soluciones. “¿Por qué no llamamos a Cristóbal Belda?”, le dijo.
Es el doctor que trató a Severiano Ballesteros, jefe de Oncología de La Paz, a quien dirigían los fondos que recaudaban ambos en su fundación. “A las dos horas estaba en su despacho. Me puso en manos de Emiliano Calvo. Aunque es del Madrid, yo le llamo Messi y no se molesta. Sabe qué quiero decir”. De pronto,