La princesa Masako de Japón se convertirá en emperatriz el próximo uno de mayo, cuando su marido, el príncipe Naruhito, ascienda al Trono del Crisantemo. Lo hará algo recuperada tras años sumida en una fuerte depresión que la mantuvo recluida dentro del palacio durante más de una década, una situación derivada del rígido protocolo de la Casa Imperial y la enorme presión sobre ella para que concibiera un hijo varón que garantizara la línea sucesoria. Masako, a la que se ha llamado la princesa triste, será una emperatriz cuyo reinado empezará a medio gas, pero resurge convertida ya en un símbolo de la lucha de las mujeres japonesas en una sociedad dominada por hombres.

Masako ha recuperado en los últimos años parte de su agenda y en sus apariciones públicas se la ve sonriente. Su equipo médico confirma su mejoría, pero alerta de que su estado es aún delicado. Ser emperatriz comportará nuevas responsabilidades, y unas expectativas demasiado altas sobre ella podrían hacer descarrillar años de tratamiento. Esta presión no es nueva; Masako la sintió desde el día que entró en el Palacio Imperial como prometida de Naruhito.

Masako Owada, de 55 años, se graduó en Harvard y habla cinco idiomas. Con una meteórica carrera diplomática, su entrada en la corte nipona se veía como un soplo de aire fresco a una institución anclada en tradiciones milenarias que relegan a la mujer a un papel de pura acompañante. Su vasta experiencia internacional podría ser útil, por ejemplo, para promover las relaciones exteriores del país.

Pero Masako pronto se dio cuenta de que la plantilla de funcionarios que dirigen la Casa Imperial no tenía estos planes para ella. Se la impidió salir de viajes oficiales al extranjero porque sus responsabilidades estaban dentro de palacio. La principal era alumbrar un hijo varón que continuara con el linaje: en la dinastía más antigua del mundo rige la ley sálica y las mujeres no pueden acceder al trono. En 2001 nació la princesa Aiko,

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