Qué misterios rodean a los individuos solitarios a la hora del almuerzo. Ahí están, ahí estamos, más solos que nosotros mismos, en una mesa pequeña y esquinada al fondo del bareto, eligiendo entre los tres primeros y los tres segundos del menú del día: una de las pocas elecciones reales que podemos hacer en laborable.

Qué invento el menú del día, qué artefacto gastronómico perfectamente engrasado (en todos los sentidos), qué gran muleta para la vida cotidiana en el centro de las ciudades del capitalismo moribundo. El menú del día es la gastronomía más real, el ADN alimenticio de un país: cuando decimos que en un territorio se come bien no es porque haya muchas estrellas Michelín, ni mucha esferificación, ni mucho poke hawaiano, es porque es muy difícil encontrar un mal menú del día. Por eso podemos decir que se come bien en Asturias y se come mal en Madrid.

Los que comemos solos en los bares nos miramos los unos a los otros, con el plato aún vacío, mascando pecaminosos trozos de pan, mientras rellenamos mentalmente quinielas existenciales. ¿Volverá luego ese señor a una buhardilla de sábanas revueltas y silencio solo roto por fieras de documental? ¿Será esa mujer una prestigiosa ejecutiva que ha encontrado un hueco único y precioso para almorzar entre opas hostiles, consejos y fusiones? ¿Será ese otro tipo un viajante de comercio, un vendedor de enciclopedias, un pirata, un fontanero, un fantasma de alguien que almorzó aquí hace 20 años? ¿Y quién soy yo?

Es más: ¿quiero macarrones con chorizo o revuelto de ajetes y trigueros? Es muy difícil hoy en día saber lo que uno quiere: como en Spotify, como en Netflix, como en las elecciones generales: la libertad de elección puede ser una condena. Por eso pregunto al camarero, como si fuera un algoritmo, qué me recomienda.

Los que almuerzan solos en los bares tienen la ventaja obvia de no almorzar con nadie y poder imaginar, entre las patatas a la riojana y el bistec con patatas, que son otra persona; y pueden beberse entera la botella de vino y la de Casera.

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