«Fue una mezcla de curiosidad y de que veía que no me encontraba muy bien. Todos los análisis eran buenos pero tenía tal falta de energía que algunos días no podía ni ponerme los zapatos. Un amigo me habló de los tests genéticos y decidí encargar uno». Un clic, unos 200 euros y alrededor de una semana después llegó a su casa un sencillo kit. Solo tuvo que recoger una muestra de su saliva, mandarla de vuelta a Estados Unidos y esperar un informe que recibió pocos días después. Así comenzó Alfonso Menasalvas un viaje hacia su salud… y su enfermedad.

La empresa norteamericana Sema4 le envió un estudio genético de 283 enfermedades, un espejo en PDF en el que el informático barcelonés de 49 años no tardó en reconocerse. El retrato que reflejaba el documento fue muy certero en dos características, las únicas enfermedades para las que dio positivo. La primera, un defecto genético que origina una pérdida auditiva en grado indefinido, y que tiene la particularidad de que no aumenta con la edad. «Es verdad que tengo un oído con el que escucho menos pero mejor, y otro con el que escucho más pero peor», reconoce. «Es una cosa que me pasa desde pequeño y a la que no había dado mayor importancia, pensaba que igual me había dado un golpe o que me había puesto los auriculares demasiado fuertes… también puede ser una casualidad», dice.

El segundo dato que llamó su atención se convirtió en el hilo de Ariadna al que se aferró para entrar, sin perderse, en el enrevesado laberinto de su genoma, la guía que le permitió llegar a una salida insospechada. Según los resultados de la prueba, los analistas habían encontrado en su ADN la huella de la hiperplasia suprarrenal congénita, un conjunto de trastornos que afectan a la producción de hormonas como el cortisol y la testosterona (una molécula determinante en el estado de ánimo de los hombres). El informe genético indicó que, como mínimo, era portador de la enfermedad, y unos análisis de sangre posteriores confirmaron que,

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