Si te llamas Carlos, eres español, vives en Toledo y te duele una muela, probablemente optes por improvisar el diagnóstico y autoprescribirte unas pastillas. Hasta que el dolor se hace insoportable y ya decides coger tus nervios y tu boom-boom en la cabeza para ir al dentista. En la consulta te curan, el dolor desaparece y vuelves a sonreír tal y como lo hacías antes de tu pequeña odisea.

Sin embargo, si te llamas Ahmad, eres argelino, vives temporalmente en Velika Kladusa, estás intentando atravesar la ruta balcánica hacia Centroeuropa, y tienes una discoteca en la boca que no te permite ni hablar, ¿qué harías?

El Centro de Recepción Temporal de Miral, el campo de refugiados que se encuentra a las afueras de este pueblito bosnio, solo acoge hombres adultos, inmigrantes y en posesión de una tarjeta acreditativa expedida por la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). Si no cumples todos esos requisitos, no puedes entrar, no tienes derecho a comer ni a ducharte. Pero según el protocolo “oficial”, sí que tienes acceso a la clínica que el Consejo Danés para los Refugiados (DRC, Danish Refugee Council) gestiona dentro del campo. Tú, Ahmad, no tienes plaza asignada, vives en una fábrica abandonada, pero necesitas atención médica.

En la entrada al campo de Miral, un señor en uniforme pseudomilitar alarga su mano y te mira; quiere ver tu tarjeta: “No tarjeta, no campo”. Explicas que necesitas ir a la clínica. Te observa, intenta leer bajo tu piel: «¿De dónde eres?», pregunta. Le respondes que eres argelino, confiando en que este detalle sea tu billete de entrada. «¿Argelia? ¡No, fuera. Dais muchos problemas!», y pagas la injusticia de un sistema político informal, silencioso e indigno.

Vuelves al parque con tus manos en los bolsillos y tu muela al borde del suicidio. Notas un papel entre tus dedos y te acuerdas del momento en el que una chica te dejó su contacto en Facebook. «Si necesitas algo de comida, de ropa, o ir al hospital,

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