Han pasado más de 30 años desde que comenzó la incorporación del alumnado con algún tipo de discapacidad a las aulas ordinarias bajo la denominación de «integración» educativa. El proceso supuso la transformación en los planteamientos sistémicos de la educación.

Pese a ello, en la actualidad se mantiene la idea de que la educación inclusiva se dirige a este alumnado casi con exclusividad, sin considerar la mirada amplia y flexible que contiene el actual prisma desde el que se aplica o debiera aplicarse.

La escolarización del alumnado con discapacidad en las aulas ordinarias en 1985 supuso un primer paso importante para reflexionar y concebir las diferencias que aparecen entre unos y otros estudiantes en los grupos que se conforman, especialmente en la educación obligatoria.

La mayor complejidad de atención a la diversidad en el sistema educativo se da en las situaciones de discapacidad, sobre todo intelectual. Quizá por ello se centre la conceptualización de la educación inclusiva en trabajar sobre los apoyos o flexibilidad que se precisa cuando este alumnado se encuentra en las aulas.

Una clara muestra de este interés prioritario se comprueba en los numerosos congresos, jornadas o seminarios que se celebran en torno a «educación inclusiva y discapacidad», genéricamente hablando. Igualmente, las asociaciones y organizaciones existentes para el apoyo a este modelo sistémico trabajan de modo insistente para conseguirlo, tanto ante la sociedad como ante las administraciones.

Beneficios para todos

No obstante, hay que valorar el camino transcurrido desde esa primera integración hasta llegar a lo que ahora se entiende por educación inclusiva, recogida en la legislación actual desde 2006, que no podría haberse reconocido de modo universal en el sistema si no resultara beneficiosa para todo el alumnado y no solo para una pequeña parte.

La incorporación de alumnos y alumnas con discapacidad a los centros ordinarios pretende que puedan adaptarse al sistema mediante los apoyos precisos (materiales y humanos).

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