Irlanda ha estrenado este comienzo de año la ley de despenalización del aborto, pero su aplicación no ha sido todo lo pacífica que debe esperarse de una norma que cuenta con amplio consenso. La campaña de concentraciones convocada por grupos pro vida frente a las clínicas que practiquen abortos supone una intolerable coacción. Sus promotores invocan la libertad de expresión para justificar las manifestaciones, pero la forma de hacerlo supone una clara intimidación. Los grupos antiabortistas tienen derecho a expresar su opinión, pero no a ejercerlo de modo que interfiera o impida el derecho a la libertad y la intimidad de las mujeres que quieran acogerse a la ley.

La campaña pretende crear un clima que dificulte la aplicación de la nueva norma, señalando a las mujeres que acuden a esos centros y a los profesionales que se muestren dispuestos a trabajar en ellos. La ley reconoce la objeción de conciencia y esta debe ser respetada, pero en un país libre y con un funcionamiento normal de las instituciones, los profesionales deben tomar su decisión sin coacciones.

Esa ley del aborto goza de una legitimidad reforzada pues ha sido objeto de un largo proceso de participación deliberativa. El Parlamento irlandés convocó una Asamblea Ciudadana en la que participaron representantes de los sectores implicados. La norma aprobada sigue el dictamen emitido por esa asamblea, que propuso permitir el aborto libre en las seis primeras semanas de gestación y en determinados supuestos hasta las 24 semanas. Para despenalizar el aborto era preciso, sin embargo, modificar la Constitución. El Gobierno convocó un referéndum en el que el 66,4% de los irlandeses votaron a favor de despenalizar el aborto. La intransigencia de los antiabortistas intenta empañar ahora la aplicación de una ley que ha tenido una tramitación modélica. Un intento vano, porque como ya se demostró en otro país de tradición católica, España, donde también se produjeron en su momento incidentes parecidos, la realidad y la legalidad terminan imponiéndose.

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