El 4 de enero de 1985, la británica Kim Cotton daba a luz a una niña concebida con sus óvulos y el esperma de un hombre anónimo, cuya esposa era infértil. Lo único que la madre natural ha conocido de esa pareja en todos estos años es su nacionalidad sueca. Entregó a la bebé en el mismo hospital de Londres y, a tenor de un acuerdo blindado y 6.500 libras de remuneración, se comprometió a perderle todo rastro. Se convertía de este modo en la primera mujer del Reino Unido en alquilar su vientre y en protagonista del llamado “caso Baby Cotton”, cuyo impacto social en el país generó aquel mismo año una normativa pionera sobre la gestación subrogada. Desde entonces, la práctica es allí legal, aunque está prohibida su explotación comercial. Cómo conciliar lo uno y lo otro (permitirlo, pero no que se pague por ello) es, más de tres década después, todavía una cuestión a debate.

Cotton, fundadora de una organización de apoyo a la maternidad subrogada que opera desde 1988, se resiste a justificar aquella decisión “sólo” por motivaciones económicas. La entonces ya madre de dos hijos se enteró por televisión de la existencia de este tipo de transacción que promovía una agencia estadounidense, relata durante una entrevista con EL PAÍS. Y sí, “el dinero fue un factor, aunque sólo muy al principio porque teníamos problemas financieros en casa, pero al cabo de un año estaba convencida de que debía hacerlo”. Sobre esos otros motivos aduce el “sentirte gratificada y tan bien contigo misma al ayudar a quienes no pueden tener hijos. La adopción es muy difícil y además está el deseo de hijos biológicos”. Hoy una abuela de 62 años, esgrime asimismo el problema de la infertilidad en las sociedades modernas, “que “ha afectado a mi propia familia, a tres de mis seis nietos”.

Esa defensa a ultranza de los vientres de alquiler sorprende en una mujer que vivió su primera experiencia de forma traumática, privada de conocer a la pequeña y percibida de forma hostil por la prensa y la sociedad,

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