Cada día, en las horas más oscuras antes del amanecer, la señora Saili y sus tres hijas dejan silenciosamente su pueblo de montaña nepalí para comenzar su caminata de tres horas hasta el río más cercano para buscar agua potable. La desnutrición es evidente por las llagas alrededor de su boca y por todo su pequeño cuerpo. Es imposible cultivar nada en la tierra seca por la sequía que rodea su aldea.

En el extremo opuesto, los tifones azotan las comunidades de las cordilleras montañosas en Filipinas, donde Anna, una viuda anciana, recuerda cómo, en su infancia, ese clima extremo se cernía sobre ellos solo una o dos veces al año, por lo que las variedades de arroz podían rotarse para adaptarse a esas condiciones. Ahora, sin embargo, el clima violento les golpea hasta dos veces al mes con tanta frecuencia y tanta fuerza que las aldeas de montaña no pueden hacerle frente. Los jóvenes se ven obligados a buscar trabajo en las ciudades y Anna se gana la vida pobremente mostrando a los turistas las históricas terrazas de los campos de arroz.

En el noroeste de Italia, en la montañosa Valle de Susa, la extensa sequía del verano de 2018 contribuyó a los incendios que destruyeron miles de hectáreas de bosques y expulsaron a los agricultores y a los productores de vino y aceite de sus hogares.

Al mismo tiempo, la sequía relacionada con el cambio climático, y con ella, la deforestación, continúa amenazando los ecosistemas en las zonas montañosas de Malawi, incluida la Reserva Forestal de la Montaña Ntchisi, hogar de una enorme biodiversidad de animales, plantas y árboles. Este bosque es también la principal fuente de agua para las personas de la región central del país africano.

En todo el mundo hay historias sobre el devastador clima que destruye las comunidades de montaña y los medios de subsistencia, eventos que amenazan a los mil millones de personas que viven en lugares altos normalmente productivos. Estas personas están en la primera línea del cambio climático y,

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