El aragonés Galo Leoz tuvo una de las vidas más largas de la historia. Vivió 110 años y 276 días. Antes de morir en 1990, relató una anécdota de casi un siglo antes, cuando era alumno de Santiago Ramón y Cajal. Mientras el maestro, con tizas de colores, dibujaba en la pizarra las impresionantes neuronas del cerebro que él mismo había descubierto, algunos de sus estudiantes jugaban a las cartas disimuladamente en los rincones del aula. Un día, uno de estos jóvenes, según rememoraba Leoz, se dedicó a pegar un papel de fumar en las alas de una mosca para que volase por la clase dando tumbos, pero el papelillo siempre se soltaba y terminaba en el suelo. Hasta que el viejo profesor, ya una eminencia, dejó de hacerse el tonto y proclamó: “A mí nunca se me caía”.
Cajal se crió entre labradores analfabetos, fracasó en sus estudios juveniles y trabajó un año de zapatero remendón
Ese era Ramón y Cajal, un genio a la altura de Einstein y Darwin que brotó de la nada en el páramo científico de la España del siglo XIX. Nació en 1852 en la aldea de Petilla de Aragón, se crió entre labradores analfabetos, fracasó en sus estudios juveniles, trabajó un año de zapatero remendón, combatió en dos guerras y acabó estudiando Medicina, comprándose un microscopio de su bolsillo y descubriendo las neuronas, “las mariposas del alma”, cuyo hallazgo mereció el premio Nobel en 1906.
Una nueva biografía, Cajal. Un grito por la ciencia (Next Door Publishers), escrita por los investigadores José Ramón Alonso y Juan Andrés de Carlos, recupera ahora la asombrosa vida del padre de la neurociencia mundial. Las fotografías que la ilustran, realizadas por el propio Cajal, sirven para demostrar episodios que leídos parecen inverosímiles, como su obsesión juvenil por el culturismo. “De aquella época de necio y exagerado culto al bíceps guardo dos enseñanzas provechosas: es la primera la persuasión de que el excesivo desarrollo muscular en los jóvenes conduce casi indefectiblemente a la violencia y el matonismo”,