En 1971, dos años después de haber sido elegido presidente de los Estados Unidos, Richard Nixon firmó la denominada National Cancer Act, una ley mediante la que se proponía acabar con el cáncer. Aunque la ley en cuestión no la recogía en su tenor literal, la expresión «guerra al cáncer» fue profusamente utilizada para referirse al plan federal de actuaciones. Junto con otras medidas, se destinaron al plan 1 500 millones de dólares y Nixon prometió que lo «derrotarían».

Otros gobiernos, el español incluido, declaran ahora la «guerra» a otra enfermedad, la provocada por el coronavirus SARS-CoV-2. Además de las medidas implantadas para contener la expansión de la pandemia, los planes incluyen actuaciones de política científica, con una importante inyección de recursos económicos para investigar sobre el coronavirus y posibles tratamientos para «vencerlo».

En medio de tanta zozobra, dolor e incertidumbre como está causando la pandemia, gobernantes y prescriptores de opinión parecen depositar su confianza en la ciencia como instrumento para resolver el reto más formidable que afrontan generaciones. Porque parece haber calado la idea de que solo el conocimiento permitirá superarlo.

Conviene, no obstante, ser cautos. El pasado viernes 27 la revista Science publicó un editorial en el que advertía del riesgo de que se le pida demasiado a la ciencia o de que, incluso, la propia comunidad científica genere más expectativas de las debidas. El editorial utilizaba, a tal efecto, el caso del VIH: fueron necesarias décadas de esfuerzo en virología, epidemiología y desarrollo de nuevos fármacos para empezar a obtener resultados. Si bien es cierto que desde hace tiempo el SIDA se ha convertido en una enfermedad crónica, tan solo ahora, cuatro décadas después, están empezando a curarse algunos enfermos.

Algo parecido cabe decir de las investigaciones sobre el cáncer y sus resultados. Hoy sabemos más sobre los procesos implicados en las diferentes enfermedades que se engloban bajo esa denominación,

 » Leer más