Aparentemente, las ciudades de Prípiat y de Wuhan tienen poco en común. Sin embargo, comparten un elemento que las ha hecho famosas en el mundo entero: son el epicentro de una catástrofe. Y muchos analistas creen que el parecido entre Chernóbil y la epidemia provocada por el coronavirus COVID-19 va más allá de esa coincidencia. Sobre todo porque tanto la catástrofe nuclear ucraniana de 1986 como la emergencia viral de la China actual han dejado al descubierto la opacidad de sendos regímenes autoritarios de corte comunista. En ambos casos, la primera reacción del gobierno local fue la de ocultar lo que sucedía, poniendo en riesgo a miles de personas, y la voz de alarma se dio cuando ya era demasiado tarde.
Lógicamente, dos mundos separan estas dos tragedias que guardan también grandes diferencias. Pero cada vez parece más claro que la epidemia va a tener consecuencias en el ámbito político de China. Y no solo a nivel local y provincial. Hasta ahora, el Gobierno central se ha presentado como ejemplo de buena gestión, y no ha dudado en cortar cabezas en la provincia de Hubei, epicentro de la infección, para demostrar que está al mando. No obstante, también ha trascendido que el propio presidente del país, Xi Jinping, ordenó que se tomasen medidas drásticas el 7 de enero, y que, sin embargo, la cuarentena de Wuhan no se decretó hasta el día 23 de ese mes. Por si fuese poco, se advirtió a la población, lo cual permitió que cinco millones de personas abandonasen antes la ciudad.
Así, la lluvia de críticas de la ciudadanía a la gestión de la crisis puede terminar erosionando la figura del propio Xi, el mandatario más poderoso de China después de Mao Zedong, y poner en solfa al propio Partido Comunista. Hay quienes consideran que los adversarios políticos de Xi aprovecharán la circunstancia para restarle poder, pero otros recuerdan que quienes se le han enfrentado han acabado cesados o en la cárcel.