Los improperios de Andrés golpeando la máquina de vending mientras jura en arameo retumban por toda la oficina y, en mi mente, la imagen de un troglodita con taparrabos de piel y hueso en mano se fusiona en mi mente con la de Pedro Picapiedra gritando: «¡Vilma, ábreme la puerta!». La afrenta, haberle dispensado una botella de agua en vez de su innegociable refresco de las 18.30. Reniego de su comportamiento, me avergüenzo como especie por una actitud tan primitiva hacia los alimentos. «¿Y nosotros somos seres racionales?», repito con altivez para mí mismo, ladeando la cabeza. Pero mi argumento se vuelve hipocresía apenas unos instantes después, cuando oposito a figurante de la próxima temporada de The Walking Dead. Cual zombi ávido de porquerías que llevarse a la boca, mi propia imagen, reflejada en el cristal de la misma máquina, desencajada mientras busco con desesperación esa moneda de 50 céntimos que había reservado para la bolsa de arroz inflado, me golpea sin piedad. Hola, me llamo Manuel García Garrido y soy adicto a los snacks en el trabajo.
Siempre es la misma historia, o parecida. Estoy apurado porque no llego al cierre de la edición, he discutido con un compañero, el jefe me ha tirado de las orejas… lo que sea, y tengo que desahogarme ¿Me fumo un cigarro o me deleito con un donut? No fumo, conque tendré que ir a por la rosquilla. Pero, ¡vaya!, el paquete trae dos unidades… Caen los dos donuts, que se convierten en la viva imagen de lo que se conoce como comida emocional, un atajo para regular las sensaciones de ansiedad, estrés (que puede engordar tanto como una hamburguesa con queso), tristeza o desasosiego, y «una de las maneras en las que se empieza a generar una relación conflictiva con la comida», advierte la psicóloga experta en nutrición Itziar Digón.
Otro disfraz afable que esconde una cara perturbadora de la alimentación es la gratificación (en mi caso: que he terminado de escribir un artículo, ¡terrón de azúcar al canto!).