Ayer volvió a pasar. El desfile de galletas y bollos industriales que se sucede cada tarde en el parque. El que sale de las mochilas y las bolsas y se dirige con paso firme a las manos de todo aquel que quiera cogerlas. Y compartirlas, claro. Porque la merienda acaba repartida entre pequeños grupos de niños y niñas que parecen haber aprendido el valioso arte de la negociación y el trueque. A veces, pocas, las frutas se cuelan en el juego. Otras no tienen opción, y terminan volviendo a casa. Lacias y blanduchas, hartas de tanto viaje.

“Es lo que tiene vivir en una burbuja”. Nos lo decimos mucho en casa, por eso de que nos sorprende que determinadas cosas –como zumos, bollos o galletas– se coman todos los días. Varías veces al día. Supongo que el problema es nuestro, que entendemos como ocasional lo que sucede en alguna ocasión, y no en dos o tres momentos al cabo del día. Le pregunto a María Merino, dietista-nutricionista y madre de dos hijos de 2 y 3 años, y ella me cuenta que aún no se ha encontrado con esta situación de tráfico de meriendas en el parque. Sí lo ha visto en consulta y cree que lo importante es que el niño entienda que los productos insanos son de consumo esporádico. Eso sí, sin prohibir; por aquello de no despertar el deseo. “No se trata de negarles un producto de este tipo si surge la situación, pero sí de intentar que entienda por qué mamá o papá no se lo da. A la par debemos trabajar para que la merienda del niño sea apetecible para él, con opciones sanas e innovadoras. Por ejemplo, en lugar de ponerle una manzana sin más, cortársela en forma de corazones y espolvorearle canela la hará más apetitosa todavía”.

Otro daño colateral de la burbuja: la culpabilidad. ¿No ofrecer este tipo de productos puede hacer sentir a los niños que llevan alimentos saludables como una rara avis? Para María Merino depende de la naturalidad con que lo hagamos: “Si tú como adulto muestras naturalidad,

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