A las seis y media de la mañana, Osman Balama, de cinco años, y su madre entran en el hospital público de Bobo-Dioulasso, la segunda ciudad de Burkina Faso, en África occidental. Hace unos días que el pequeño no se encuentra bien, come poco y duerme mucho, y a su madre le preocupa que haya contraído la malaria. La sala de espera está llena de madres y abuelas con niños en el regazo, todos con el mismo aspecto cansado que Osman.
«La estación de lluvias ya ha empezado», advierte Sami Palm, director del hospital. «Eso significa más mosquitos. Estoy seguro de que casi todos los que están aquí tienen malaria».
Osman Balama durante el reconocimiento médico para comprobar si tiene malaria.
Osman hace una mueca de dolor cuando el médico le pincha el dedo índice, recoge la gota de sangre y la pone en una tira reactiva de color blanco. Al cabo de unos segundos, dos líneas rojas confirman la sospecha de Palm: el niño tiene la enfermedad. El doctor lo envía a casa con la medicación. «No hace falta que se quede en el hospital porque no vomita ni su estado es grave», diagnostica. «Dentro de unos días se encontrará bien otra vez». Madre e hijo se van. No han tenido que pagar nada. El Gobierno burkinés cubre los gastos del tratamiento de los niños de hasta cinco años.
Un taxi y una moto entran en el recinto del hospital en Bobo-Dioulasso.
Una mujer camina por el recinto del hospital en Bobo-Dioulasso.
No todo el mundo tiene la suerte de Osman. En el mundo mueren cada año unas 400.000 personas víctimas de paludismo o malaria, la mayoría de ellas niños. El agente transmisor es un parásito llamado plasmodium que se aloja en los mosquitos y se introduce en la sangre del ser humano a través de su picadura. Hubo una época en que parecía que el mundo iba camino de ganar la batalla a la enfermedad,