Apoyo, tiempo y terapia. Las heridas que deja una agresión sexual (o más de una) hay que afrontarlas con esos tres elementos. “Las víctimas necesitan un entorno que reconozca el sufrimiento que han sufrido, mucho apoyo en el proceso, no solo profesional, también personas de referencia que les sirvan de cómplices”, explica Laura Hervás, psicóloga de la Federación de Asociaciones de Asistencia a Víctimas de Violencia Sexual y de Género (Famuvi). En sus oficinas de Madrid atienden a 300 mujeres al año.
Hervás se encuentra pocos casos en los que detecten riesgo claro de suicidio. No es habitual un episodio como el de la joven Noa Pothoven, una adolescente holandesa de 17 años que había solicitado una eutanasia tras no superar las secuelas –estrés postraumático, anorexia y depresión- tras ser víctima de abusos sexuales a los 11 y 12 años, y de violación a los 14. Murió el domingo sin recibir el apoyo que había solicitado para morir.
La psicóloga de Famuvi añade que la profundidad de las secuelas depende de la edad a la que comenzaron los abusos, la relación de parentesco con el agresor y el tiempo que duren. Las terapias en caso de menores, añade, pueden ser “largas” —más de cinco años— y “muy dolorosas”.
“La mayoría de estudios siguen constatando una relación directa entre la experiencia de abuso sexual y el posterior desarrollo de problemas psicológicos”, señala el informe Consecuencias Psicológicas a largo plazo del abuso sexual infantil, de Noemí Pereda, directora del Grupo de Investigación en Victimización Infantil y Adolescente (Grevia) de la Universidad de Barcelona.. “El área de las relaciones interpersonales es una de las que suele quedar más afectada, tanto inicialmente como a largo plazo, en víctimas de abuso sexual infantil”, prosigue el informe, que alude a un “desajuste” en las relaciones de pareja. A nivel emocional, subraya que sobre todo se enfrentan a trastornos por estrés postraumático, como apuntan que sufrió Pothoven. Otro de los riesgos graves a los que se enfrentan es el de la “revictimización”.