No querría tirar de tópicos para describir la cantidad de preguntas sexuales que estoy recibiendo a raíz de cierto experimento en el que me he embarcado. Lo de que las redes sociales las carga el diablo no es verdad. Las redes sociales permiten que, lentamente, me vaya haciendo una idea de cuáles son sus interrogantes. Y eso, dedicándome a lo que me dedico, está muy bien. El caso es que pedí que me preguntaran todas aquellas dudas sexuales que pudieran tener respecto a una mujer con la que querrían tener sexo, luego, como soy muy egocéntrica, lo centré en mí. Por ahora, canalizo la pregunta solo por Instagram, y eso que me censuraron una teta. Aviso de que es una ida de olla mía, esto tiene poca validez científica. O no, ya veremos, pero permito preguntar cualquier intimidad que deseen saber. Exijo educación máxima y, aviso, mantener esa conversación conmigo no implica ni que establezcamos una sesión de sexteo, ni que vayamos a tener el más mínimo lío. Una cosa es ser «la del sexo» y otra muy distinta ejercer.
Mi intención, realmente, es descubrir hasta dónde llegamos con el deseo y cómo lo sustentamos. El caso es que la red, ya lo sabemos, es una fuente inagotable de información sexual, que se cuela en nuestras camas a pasos agigantados. Los juguetes a distancia permiten sextear con miles de kilómetros de por medio y las expectativas hablan de que en poco más de treinta años tendremos más sexo con androides que con humanos. (¡A la vejez viruela me pillará!). Calentarse con el móvil en la mano ya ha traspasado de ser provocado solo por el porno, y las preguntas de todos los que participan son ya buena prueba de ello. Quiera o no, con mi interlocutor se establece una relación, que a menudo cuesta que no avance y tome otros matices. Y hablo en masculino porque la respuesta a mi iniciativa ha sido abrumadoramente masculina, centrándose en mi físico, mi vellosidad pública y mi intención de llegar hasta el sexo anal.