Corría 2011 cuando la Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer (IARC), dependiente de la Organización Mundial de la Salud (OMS), encendió las alarmas. Clasificó las radiaciones emitidas por los teléfonos móviles como “posiblemente carcinogénicas para los humanos” (grupo 2B). El anuncio, aunque cauteloso, provocó titulares como “los celulares aumentan riesgo de cáncer cerebral” (BBC) o “la OMS dice que el uso de teléfonos móviles es posiblemente cancerígeno” (Insalud). Lo que ayudó a consolidar, así, la creencia colectiva de que los móviles y las antenas producían cáncer.

Esto dejó a muchos usuarios –es decir, a casi todos nosotros– con la sensación de que llevábamos un pequeño y silencioso aparato en nuestros bolsillos capaz de provocarnos un cáncer. Desde entonces, hemos visto cómo el uso de estos teléfonos ha explotado: se han sucedido diferentes generaciones de dispositivos de telefonía (4G y 5G), junto con un debate sobre su seguridad. ¿Podrían estos artilugios que utilizamos a diario ser un peligro para nuestra salud?

Lo que decía la ciencia entonces

La decisión de la IARC en 2011 no fue tomada a la ligera. Se basaba en estudios científicos que mostraban algunas asociaciones entre el uso de móviles y ciertos tipos de cáncer cerebral, como el glioma y el neuroma acústico.

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