Siempre he sido un poco Alonso Quijano. No, no he salido a matar gigantes que nunca lo fueron, pero sí he utilizado la ficción como mapa de un territorio –la vida– que a ratos se me ha vuelto incomprensible. Sin poder evitarlo, me he dejado invadir por personajes que le han dado un sentido a lo que estaba viviendo y que, al hacerlo, no solo me han permitido entenderme sino que han hecho del mundo un lugar menos horrible. Pongamos un ejemplo. Mi yo del instituto no hubiese sido el mismo sin Carrie White, el icónico personaje de Stephen King. Sin Carrie, no hubiera podido alinearme del lado de las intocables en el instituto porque no habría sabido la clase de batalla que iba a tener que librar. Reparé el error antes de cometerlo. Fui una White que viajó en el tiempo y evitó el incendio en el gimnasio la noche del baile.

¿Que qué fui el año pasado? El año pasado fui una Gardner. Fui a la vez el personaje de Jennifer Jason Leigh y Michael Rapaport en Atípico (Netflix), es decir, los padres de Sam Gardner, el chico con trastorno del espectro autista que protagoniza la acogedora y terapéutica serie de Robia Rashid. Antes de Atípico, y antes del diagnóstico de los pequeños –oh, bromeamos, en casa, con el hecho de que no es que tengamos un Sam Gardner sino que tenemos ¡dos! Y de distinto sexo, lo que es aún más apasionante porque las diferencias son tan sustanciales que te lo vuelven todo, biológicamente, del revés–, el autismo era un misterio temible. Incomunicación, autolesión, frustración, dependencia. Seres humanos encerrados en su cabeza. Eso, sé hoy, es el autismo severo. El único que aparentemente había existido para mí, y la mayoría.

Empecé a ver Atípico al poco de recibir el primer diagnóstico, un síndrome de Asperger que sí, algo podía tener que ver con el Sheldon Cooper de Big Bang Theory pero era un algo que solo servía como herramienta de guión,

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